“Esparciré sobre vosotros agua limpia y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.” Ez. 36:25-27
Un misionero dando su testimonio dijo: “Cuando nací, mis padres, para que mi pecado original fuese quitado, es decir, para que naciera de nuevo, lo cual implica ser limpiado de la inmundicia e idolatría, ser substituidos el corazón de piedra y el espíritu muerto por un corazón sensible y un espíritu nuevo, y desde ahí tener la presencia permanente del Espíritu para poder obedecer a Dios, me mandaron bautizar. Con tamaña obra sobrenatural, ¿no se esperaría que desde ahí llevara una vida santa? Pero desde que tuve uso de razón ni en mi infancia, adolescencia y juventud, nunca vi tal santidad. Todo lo contrario, me deleitaba pecando, me enorgullecía al salirme con las mías; mis pensamientos, palabras y acciones se inclinaban siempre a lo malo, pero claro, en muchas de esas cosas aparentaba que no era así. ¿Qué falló? ¿No me echaron el agua que era? Después de tanto desastre, Dios en su misericordia, permitió que escuchara su santa Palabra, su Biblia, sus Escrituras, y cuando esto aconteció Dios hizo que experimentara una real mudanza de vida. Comencé a amar lo que antes aborrecía, la santidad; y comencé también a luchar y a aborrecer en mí lo que antes amaba: el pecado. Leí y comprendí que el agua que Dios usa juntamente con su Espíritu para hacer nacer de nuevo no es el bautismo, ese rito no muda a nadie, es la Palabra de Dios, tal como dice 1 P. 1:23 “Siendo renacidos... por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre.” También comprendí que Dios me hizo nacer de nuevo, porque Cristo había cargado mis pecados, muerto y resucitado por mí.” dijo el misionero.
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