“Pues no debiste tú haber estado mirando en el día de tu hermano, en el día de su infortunio; no debiste haberte alegrado de los hijos de Judá en el día en que se perdieron, ni debiste haberte jactado en el día de la angustia.” Abdías 1:12
Edom, la nación formada por Esaú y su descendencia, guardaron un rencor perpetuo contra Israel. La compra de la primogenitura por un plato de lentejas y la suplantación delante de Isaac para recibir la bendición por parte de Jacob siempre fue visto como un acto perverso contra Esaú. Pero ni Esaú ni su descendencia reconocieron que Dios propició ello, no solo porque Él había anunciado que el mayor, Esaú, serviría al menor, Jacob, también porque Esaú no tenía ningún aprecio por los asuntos de Dios, por ello no le dio valor alguno a la primogenitura, lo cual indicaba no darle valor al futuro Mesías, a Cristo.
Ese odio llevó a Edom a buscar siempre el mal para Israel, a sentirse feliz cuando ellos caían, a apoyar a los a los que los atacaban y hasta matarlos cuando podían.
El odio está presente en todo corazón, pero la práctica del odio, el guardar siempre rencor, el alegrarse con la caída del odiado y de manera directa o indirecta buscar su mal, es algo propio de los que están separados de Cristo.
Delante de Dios no existe justificación para odiar a alguien. Puede que me haya hecho todos los males habidos y por haber, pero mi corazón debe estar libre de la culpa de ese pecado. Mas nadie en sus propias fuerzas puede dejar de odiar, es imposible; al intentarlo solos, lo único que conseguimos es ocultar ese pecado, volvernos hipócritas. Debo, sin justificaciones, acercarme a Cristo y con toda sinceridad y humillación pedir perdón por este abominable pecado, por el odio, que es una manera de ser asesinos, de otra manera juntamente con los Edomitas, en el día del juicio seremos culpados de homicidio.
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