“Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanece aún delante de mí, dijo Jehová el Señor.” Jeremías 2:22
El texto enseña que no hay nada que el hombre pueda hacer para limpiarse de su pecado. Pero para encontrar la solución, es necesario primero definir qué es pecado. Pecado es la infracción de la ley (1 Juan 3:4), es decir, pensar, hablar, actuar, en contra de la Palabra de Dios en su contexto. Entonces es imperiosamente necesario examinarnos a la luz de las Escrituras para saber en qué hemos ofendido a Dios, porque hay muchas cosas que podemos estar haciendo y que no las vemos como pecado, incluso posiblemente las miramos como santas, cuando a la luz de la Biblia son abominación al Señor. Por ejemplo, rendirle culto a las criaturas y a las imágenes, negar la existencia del infierno y creer en lo que no existe, como el purgatorio, negar la salvación por pura gracia, etc.
Pero ya sabiendo en qué hemos ofendido al Señor, viene la segunda parte, ¿a quién o a qué acudimos para limpiarnos? Unos, como Judas, van a los sacerdotes; otros, como Herodes, aportan para la construcción de templos y para obras sociales; otros, como los seguidores de Baal, exponen sus cuerpos a sufrimientos dolorosos; otros, como los fariseos, en apariencia van a Dios, a contar sus supuestas piedades; otros, como el texto lo indica, acuden a ritos de purificación. ¡Todo en vano!
Mas el que ha sido convencido de su pecado por el Espíritu Santo, es llevado a Jesús directamente, derramando en Él toda su perversidad, suplicando, implorando por perdón, limpieza y mudanza de vida. Y, ¿qué hace Jesús? No le echa fuera; lo recibe, lo perdona, lo limpia con su sangre derramada en la cruz y olvida su pecado.
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