Zabulón y Neftalí no son nombres muy comunes hoy en día, y las dos tribus de Isreal que llevaban estos nombres tampoco fueron muy sobresalientes; sin embargo, setecientos años antes de Jesucristo, el profeta Isaías anunció que tendrían un privilegio muy grande cuando Jesucristo viniera. (Foto: Lyn Gateley/Flickr)
“Tierra de Zabulón y de Neftalí,… el pueblo asentado en tinieblas vio gran luz y los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció”. Lo anunciado en este pasaje se cumplió cuando Jesucristo vino al mundo y puso su centro de operaciones en Capernaum, ciudad marítima de la tierra de Zabulón y Neftalí, en la Israel actual. Él mismo decía; “Yo soy la luz del mundo”.
El cambio anunciado es una realidad para todo aquel que reciba a Jesucristo como Salvador; para ellos las tinieblas se cambian en luz, y la muerte pasa a ser vida. La garantía que tenemos es que Dios amó de tal manera al mundo que dio a su Hijo unigénito, y esto nos recuerda la navidad: tiempo de regalos. “Toda buena dadiva y todo don perfecto es de lo alto, que desciende del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”. Este texto de la Biblia habla de Dios como propenso a regalar, y tengamos por seguro que todo lo que regala es bueno. Dios es el “Padre de las luces”, es decir, es el Hacedor y Dador de lo que ilustra, vivifica y deleita. Es constante en su bondad. Aun cuando en justicia tiene que castigar, no obstante es pronto para restaurar.
“Venid volvamos al Señor. Pues Él nos ha desgarrado, y nos sanará; nos ha herido y nos vendará”. Hagámoslo, volvámonos al Padre de luces. Tengamos presente que Dios tiene el poder para iluminar, como lo demuestra el hecho de que fue Él quien creó las grandes lumbreras en el principio. ¡Cómo nos alegra la luz del sol! De la misma manera, Pablo escribió de otra iluminación: “Pues Dios, que dijo que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo”.
La navidad es tiempo de regalos y tiempo de luces, y ¡cómo nos hacen falta! pues nuestro pecado ha hecho separación entre nosotros y nuestro Dios y andábamos como en tinieblas. Véase que no sabemos qué hacer con tanta pobreza, corrupción, y angustia; los dirigentes de las naciones buscan soluciones afanosamente, y fracasan. Tan pronto se calma una crisis, brota otra. Las inundaciones y las sequías, las tempestades y los temblores… todo nos mantiene en suspenso. La violencia y el odio le siguen; cada cual busca lo suyo: es el fruto de nuestra desobediencia.
El regalo que celebramos hoy es el mismo Hijo de Dios que el Padre dio para ser el Salvador. Y el Hijo se ofreció a sí mismo a Dios, dio su vida en rescate por muchos. Dio lo exigido para el perdón de pecados; es decir, satisfizo la justicia de Dios al morir en lugar de su pueblo. Tomó sobre sí el pecado y la muerte, y regala su propia justicia a los suyos (es decir, a los que el Padre le dio). Con esta justicia anotada en la cuenta con Dios, su pueblo goza de absolución. Pero, el Padre de luces da aun más a los escogidos: “El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas”; nos da vida espiritual para que uno pueda creer en Jesucristo. Si bien esto es para los escogidos solamente, sin embargo Cristo lo ofrece a todos; y como nadie sabe si es de los escogidos o no, sino hasta cuando cree, lo inteligente es aceptar su invitación a venir a Cristo, con la promesa de ser recibido si lo hace. Si estamos en paz con Dios, lo demás tendrá su arreglo en el momento oportuno.