La fe es un remedio contra todo problema. Es el ancla que el hombre piadoso lanza al mar de la misericordia de Dios, y que le guarda de hundirse en la desesperación. (Foto: pedro alves/Flickr)
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El hombre piadoso es un hombre movido por fe
Así como el oro es el más precioso entre los metales, así también la fe lo es entre las gracias. La fe es la arteria vital del alma; “Mas el justo por su fe vivirá” (Hab. 2:4). Los que no tienen fe pueden respirar, pero no tienen vida. La fe vivifica las gracias. La fe anima a el arrepentimiento. Cuando entiendo el amor de Dios por mí, me hace llorar que yo pecara contra un Dios tan bondadoso. La fe es la madre de la esperanza; primero creemos en la promesa, después la esperamos. El aceite que alimenta la lámpara de la esperanza. La fe y la esperanza van cogidas de la mano; se quita la una y la otra se debilita. La fe es el terreno de la paciencia; el que cree que Dios es su Dios, y que todas las providencias obran para su bien, se somete pacientemente a la voluntad de Dios. Así que la fe es un principio vivo.
Y la vida del santo no es más que una vida de fe. Su oración es la respiración de la fe (Santiago 5:15). Su obediencia es el resultado de la fe (Ro. 16:26). El hombre piadoso vive en Cristo por la fe, como el rayo en el sol: Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mi (Gá. 2:20). Un cristiano, por el poder de la fe, ve más allá de lo que se entiende. (2 Cor. 4:18). Por la fe su corazón es calmado; se hace entrega a Dios de su ser y de todo lo que le concierne (Sal. 112:7), como en tiempo de guerra, el nombre del Señor es una torre fuerte. Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día. (2 Tim. 1:12). Dios confió su evangelio a Pablo, y Pablo confió su alma a Dios.
La fe es un remedio contra todo problema. Es el ancla que el hombre piadoso lanza al mar de la misericordia de Dios, y que le guarda de hundirse en la desesperación.
Probemos cómo estamos en esta característica. ¡Tan lejos de ser piadosos están aquellos que no tienen fe! La mayoría de los hombres tienen la vista muy corta; solo pueden ver lo que está directamente delante de ellos (2 P. 1:9). Se dice que hay gente en la India que nace con un solo ojo. Así son los que nacen con el ojo de la razón, pero carecen del ojo de la fe; los que por no poder ver a Dios con sus ojos, no creen en Él. Estos mismos entonces tampoco deben creer que tienen almas, porque siendo espíritus no se ven.
Probemos cómo estamos en esta característica, la de nuestro ardor por Dios:
1. ¿Amamos a Dios? ¿Es él nuestro tesoro y el centro de nuestro ser?
2. ¿Podemos con David llamarle nuestro gozo? (Sal. 43:4)
3. ¿Venimos ante su presencia con regocijo? (Sal. 100:2)
4. ¿Le amamos más por su hermosura que por lo que nos puede dar?
5. ¿Le amamos a Él, cuando pareciera que Él no nos ama a nosotros?
Si éstas son algunas pruebas de un hombre piadoso, ¡cuán poquitos están entre ese número! ¿Dónde está el hombre cuyo corazón se engrandece en amor a Dios? Muchos le halagan, pero pocos le aman. Por lo regular, la gente está consumida con su autocompasión; ama sus comodidades, sus ganancias mundanas y sus lujurias, pero no tiene ni una gota de amor a Dios. “Dicen, pues, a Dios: Apártate de nosotros...” (Job 21:14). Si amaran a Dios, ¿le blasfemarían con sus juramentos? Aunque adoran a Dios, no le aman. Son como los soldados quienes doblaron la rodilla ante Cristo, y le escarnecían (Mt. 27:29). El que tenga su corazón como una tumba en donde está enterrada el amor de Dios, merece tener en su lápida esa maldición sepulcral que dice, “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema.” (1 Cor. 16:22)
Atentamente, su servidor en Cristo, Eugenio Line.
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