“¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto.” Éxodo 14:12 (Foto: Iforce/Flickr)
El Señor acababa de liberar por medio de impresionantes prodigios a Israel de las cadenas egipcias: tuvieron que acontecer diez plagas divinas, mediadas por Moisés, para que Faraón accediera a concederles aquella preciada y urgente libertad.
Después de cierto trayecto de libertad en el desierto, el pueblo de Israel se encontró súbitamente entre la espada y la pared, se encuentran con el mar Rojo, cerrándoles el paso al frente; descubren que Faraón se ha arrepentido de haberlos liberado, y que ahora viene airado tras ellos acompañado de su poderosísimo ejército.
Meditemos: ¿qué hizo Israel en aquella circunstancia? ¿Orar? ¿Buscar ayuda en el mismo Dios que ante sus ojos había obrado en Egipto de una manera tan omnipotentemente gloriosa?
No. Israel, al verse entre el Mar Rojo y Faraón, se dedicó a murmurar contra Dios y contra Moisés; sin embargo, Dios, cuya fidelidad actúa independientemente de la nuestra, en su infinita misericordia, partió el Mar Rojo en dos, por mano de Moisés, librando así al Pueblo de Israel de la tiranía egipcia y permitiéndole seguir su rumbo hacia la tierra prometida.
Esta historia nos advierte acerca del sumo cuidado que debemos tener ante la tentación humana de murmurar contra Dios cada vez que transitamos por situaciones extremas como la de Israel, o como la que vivimos actualmente. No olvidemos las palabras de Moisés dichas al pueblo en aquella apremiante tribulación justo antes de dividir el mar Rojo: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos.” (Éxodo 4:14).
Reconozcamos con gozo, que efectivamente Jehová peleó ya por nosotros, y que en la victoria de la Cruz tenemos más que segura nuestra entrada a aquella verdadera Tierra Prometida, que es la mismísima Gloria de Dios. Por lo pronto tendremos que transitar por un corto tiempo a través de este desierto, donde muchas veces nos descubriremos impotentes frente a las pruebas, ante lo cual, antes que murmurar debemos orar, pues el papel de Dios es pelear por nosotros, y el papel nuestro es estar tranquilos y confiar en Él.
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