“Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.” Lucas 15:20 (Foto: sgarcia/Flickr)
Un abrazo, una cosa tan sencilla pero tan compleja a la vez; muchos estudios se han llevado a cabo alrededor de los efectos terapéuticos de un abrazo; un abrazo produce en nosotros oxitocina, una hormona intensamente afectiva que no solo calma y satisface a nuestro sistema nervioso central, sino que además tiene efectos positivos conocidos sobre nuestro sistema muscular, cardiovascular e incluso inmunológico.
¿Recuerdas cuando eras un niño y alguien te abrazaba en medio del dolor y sentías como te invadía ese alivio casi de inmediato? Desde nuestra niñez y hasta hoy tenemos muchas razones para querer abrazar y ser abrazados.
Pero hoy, el distanciamiento social provocado por esta pandemia nos ha llevado a privarnos mutuamente de esta preciosa bendición, y seguramente estarás de acuerdo conmigo en cuánto anhelamos el día en que todo esto pase y podamos estallar en abrazos e incluso en lágrimas al reencontrarnos como lo estábamos tan solo unos meses atrás.
Pero ahora, habiendo experimentado este intenso anhelo de abrazar que compartimos, quiero que pienses en lo siguiente: llegará el día en que aquel abrazo, incomparable y definitivo, te será dado por tu amantísimo Señor en los cielos por toda la eternidad, y estarás junto al pueblo del Señor y “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” Apocalipsis 21:4
Los abrazos terrenales, con sus preciosas bendiciones temporales ligadas, son apenas un limitado principio de lo que será el eterno abrazo de nuestro Señor Jesucristo, una vez seamos recibidos por Él para siempre en Su Gloria.
“Amén; sí, ven, Señor Jesús.” Apocalipsis 22:20b
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