“Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan.” 1 Corintios 10:17 (Foto: leigh49137/Flickr)
En este tiempo en el que pasé por esta terrible enfermedad, entendí de un modo más claro a nivel espiritual lo que a nivel intelectual ya sabía: que cuando un miembro del cuerpo se duele, todos los demás se duelen con él; y que cuando un miembro del cuerpo se alegra, todos se gozan por igual.
Cuando pensamos en el pan de la Santa Cena, debemos pensar inmediatamente en la comunión del cuerpo de Cristo, cuerpo por cuyo sacrificio fuimos constituidos los unos miembros de los otros, pues tenemos en común “un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.” (Efesios 4:5-6)
En Cristo, por tanto, somos un mismo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan, de la misma copa, del mismo sacrificio de Cristo en la Cruz, cuya sangre circula en nuestras venas a cambio de la pecaminosa sangre de Adán, haciendo incluso posible que dos creyentes desconocidos entre sí, puedan rápidamente empezar a disfrutar de aquella unión fraterna y sobrenatural como un regalo Divino.
Este tiempo de prueba en que vivimos, tenemos la oportunidad maravillosa para que el mundo conozca quienes somos en verdad, pues dice el Señor que “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” (Juan 13:35). Debemos amar y cuidar a cada miembro de nuestra iglesia, porque ese miembro hace parte de nuestro cuerpo.
Pero aún hay más, pues amar a nuestro hermano en tiempos de bonanza o tribulación, es cuidar y amar, de hecho, a la futura Esposa del Señor, y si el Dios Todopoderoso te encargara de cuidar por un tiempo a Su Prometida mientras Él va y viene ¿Que tanto te esforzarías por hacerlo?
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