“Mi embrión vieron tus ojos,
Y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas
Que fueron luego formadas,
Sin faltar una de ellas.” Salmos 139:16 (Foto: wiki commons)
¿Recuerdas cuando eras una pequeña mórula en el vientre de tu madre? No, no lo recuerdas, pero... ¿tal vez recordarás todo aquel proceso complejo por el que pasaste por medio del cual fueron tejidos tus pies, tus manos, los rasgos de tu cara, tus huesos, permitiéndote tomar al fin una clara forma humana siendo tan solo un pequeño embrión? No, no lo recuerdas, pero... ¿tal vez recuerdas siendo todo un fetico hecho y derecho, pasabas esas deliciosas semanas flotando en el cálido vientre de tu mamá, alimentado con todo lo necesario y protegido del mundo exterior, dando una que otra patada tan solo para hacerte sentir? No, no lo recuerdas... no tienes memoria de eso, así como tampoco recuerdas el momento en que naciste, tu primer paso, ni tus primeros años de vida, ni muchas otras cosas de ella. Y asombrosamente, eras tú... ¡Tú mismo!... pero no lo recuerdas, y en aquel estado tan vulnerable de tu vida, siendo absolutamente dependiente para todo e incapaz de defenderte por ti mismo, Dios te proveyó de todo lo necesario para que hoy puedas ser quien eres, a pesar de que ni siquiera lo puedas recordar. La única biografía fiel de ti mismo, no la tienes tú, la tiene Dios.
Pues date cuenta ahora, que aquel Dios que te planeó, que te formó, que te alimentó y que te hizo crecer por medio de sus cuidados y del milagro de la vida, es el mismo Dios que sustenta tu existencia hoy, y aún cuando hay tanto de tu vida que tú no sabes, debes reconocer que Dios está perfectamente enterado de cada detalle de tu existencia, y eso no cambia por cuestión de esta pandemia. Por lo que el Salmista cantaba de alegría diciendo: ¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos! (Salmos 139:17).
Esta vida que vivimos, desde la concepción hasta la muerte, son tan solo una partícula insignificante en la extensa línea del tiempo de la eternidad, y aún cuando nuestros cuerpos no resisten su paso y día a día se van desgastando hasta desaparecer, nuestra alma ha sido hecha para no morir jamás. Podría decirse entonces, que de algún modo, aún estamos en el vientre de esta vida terrenal esperando el parto definitivo a lo que será la eternidad. Por lo cual, estemos seguros de estar aferrados a aquel sustentador Divino de quién siempre ha dependido nuestra existencia y quién a su tiempo envío a su amado Hijo Jesucristo, en forma de un bebé, para que al crecer, siendo Dios humanado, muriera en sacrificio por nuestros pecados para proveernos así de una salvación eterna y de una esperanza inquebrantable.
Asegurémonos entonces, de tener fundada nuestra fe en Cristo hoy, porque así como un bebé no sabe cuándo nacerá, nosotros tampoco sabemos cuándo partiremos a la eternidad.
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