“El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano;” Lucas 18:11 (Imagen: wiki commons)
Aquí tenemos el caso de un fariseo, que no orando con el Señor, sino “consigo mismo”, quería expresarle a Dios por medio de su discurso público todas aquellas razones que él consideraba suficientes para ser acreditado como una “buena persona”, condiciones por las cuales, pensaba el fariseo, Dios debía fijar sus ojos en él.
Al igual que este fariseo, muchas personas en nuestros días, paradójicamente encuentran obstáculos en venir a Cristo, por el hecho mismo de considerarse “buenas personas”. En este sentido, podemos considerar tres cosas importantes:
La primera es: ¿con quién se están comparando para decir que son buenas personas? Es altamente probable que muchos de los que leen este artículo, se sientan como perfectos inocentes si nos comparamos por ejemplo con Hitler; pero allí está el autoengaño, porque Dios no nos llama a compararnos con la santidad ni el estado moral de otros, sino con la Santidad perfecta de Él mismo, bajo este criterio de auto-evaluación, absolutamente nadie resulta ser “bueno” según Dios, el Juez justo de los corazones de los hombres.
La segunda cosa que podemos ver es que nadie es bueno, porque todos, en sana consciencia y honestidad, debemos reconocer que hemos quebrantado a lo largo de nuestra vida al menos un punto de los mandamientos de Dios, y que de este modo hemos aportado diligentemente nuestra cuota, en mayor o menor medida, al desastre que vive la humanidad y la creación entera. De cualquier manera, hemos atentado contra el amor perfecto establecido por Dios y, por tanto, somos merecedores de un justo castigo por ello, tanto humano, como Divino. Así pues, si pasamos nuestra vida por este segundo criterio de evaluación, el de los mandamientos, descubriremos de igual forma que absolutamente nadie es “bueno”.
Y, en tercer lugar, nadie es “bueno”, porque Dios mismo dice que nadie lo es: “Todos se desviaron, a una se han corrompido; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.” (Salmos 14:3). Dios nos ha pasado por su criterio de evaluación, que es santo, justo y perfecto, y el veredicto suyo es que nadie es “bueno”. Todos somos culpables.
El fariseo de nuestro versículo de hoy, creía que por su apariencia de piedad y “buenas obras” Dios estaba obligado a salvarlo, pero el evangelio no funciona así, pues dice Efesios 2:8-9 que “…por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”, es decir, nadie se salva pagándole a Dios algún tipo de fianza por medio de sus “buenas obras” sino que la salvación es enteramente por medio de la fe en Cristo, un regalo que Dios nos concede por pura gracia. De este modo, nadie, inmediatamente luego de morir, podrá presentarse delante de Dios con sus “buenas obras” a decir “mira Dios, merezco ir al Cielo”, porque el Señor, como Juez supremo y justo que es, no juzgará a nadie conforme a sus buenas obras, sino a sus malas obras.
Y después de escuchar esto, ¿qué podemos hacer entonces?
Lo primero que debemos hacer es ser honestos con nosotros mismos, y delante de Dios reconocer con valentía y humildad nuestro pecado contra Él y contra su creación. No podemos vivir culpando a los demás de lo que nosotros hacemos, ni alivianar las consecuencias de nuestros actos para eximirnos disimuladamente de nuestra propia responsabilidad del mismo modo en que lo hizo el fariseo en nuestro versículo de hoy.
Lo segundo que debemos hacer es venir a Cristo, y creer en Él, como único y suficiente Salvador, pues, aunque nosotros no podemos comprar nuestra salvación por medio de nuestros “buenos” actos (como quedó explicado anteriormente), Cristo sí la pudo comprar por medio de la Cruz a favor de todos aquellos que han creído, creen y creerán en Él-En Cristo, todos nuestros pecados pueden ser lavados, y cuando dejemos esta vida, podremos presentar delante de Dios las obras perfectas de Cristo en nuestro lugar. ¡Hay esperanza! Escucha la voz de Dios y cree en Cristo para gozar, desde aquel mismo día, del maravilloso regalo divino de la Salvación eterna.
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