¿Es fácil y placentero para ti cumplir los mandamientos de Dios porque de ese modo haces lo que es agradable a Él? ¿Es tu deleite hacer lo que Dios ha ordenado porque de ese modo lo honras, actúas como Él y eres conformado a Él?... (Foto: wikicommons)
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Original en:
Jonathan Edwards [1720], Sermons and Discourses 1720-1723 (WJE Online Vol. 10) , Ed. Wilson H. Kimnach
Uno de los sermones más “dulces” escritos por Edwards durante su pastorado en Nueva York es “Verdadero amor a Dios”. A pesar de que ahora hacen falta varios párrafos de la introducción y la conclusión, esta es una meditación emotiva y prácticamente completa de sobre la naturaleza del amor cristiano. El hecho de que Edwards presente este amor como una experiencia y no como un principio abstracto o una proposición teológica probablemente es la causa de gran parte del aparente misticismo en varios pasajes. Tal vez el corazón del sermón se encuentra en ese pasaje del primer subtítulo bajo la segunda proposición de la Doctrina que insiste en que una fe viva “eleva nuestras almas por encima de la tierra y lleva el alma a una preciosa expectativa de los misterios y maravillas del mundo celestial… es en sí una expectativa… porque la fe es la sustancia de cosas no vistas” (pp. 638-39). La sugerencia de una aprehensión sensorial e inmediata de lo divino por medio de la fe permea todo el discurso y es una dimensión esencial de ese concepto del amor que Edwards propone. Él asume que las personas no pueden tener una idea adecuada de este concepto sino hasta que lo hayan experimentado, aunque su discurso claramente busca ubicar el verdadero amor a Dios en relación con el espectro normal de la experiencia humana.
Los deberes requeridos son esencialmente actos: actos mentales y actos físicos. A través de estos él hombre materializa su fe, su experiencia de las cosas divinas, y alcanza tanto un código ético personal como un gusto estético a su vez afirman todos los demás actos. El resultado es una vida nueva que es descrita como esencialmente “placentera” o tranquilamente exaltada. Edwards argumenta a lo largo del sermón a favor de estar dispuestos a aceptar la posibilidad de experiencias más allá del rango ordinario las cuales pueden ser nombradas, pero solo pueden ser descritas de manera sugestiva. Al igual que en su apóstrofe a Sarah Pierrepont, la imagen de la vida santa es aquí una de cierto aislamiento y extrañeza cuando se define en contraste con la vida convencional; sin embargo, Edwards enfatiza que la naturaleza humana ordinaria aun así prospera cuando es guiada por el espíritu de amor santo, y sufre y languidece cuando es conducida por la lujuria, la culpa, y el remordimiento. Aquí, una vez más, como en “Libertad cristiana”, Edwards insiste en lo errada que es la comprensión de aquellos que asumen que los deberes espirituales del cristiano están de algún modo asociados con la melancolía o el simple ascetismo.
[…]
Verdadero amor a Dios
[Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos] 1 Juan 5:3
El amor a Dios en nuestro texto es descrito por los dos efectos genuinos de este:
1. El guardar los mandamientos de Dios, “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos”. Esto es presentado muy a menudo en la Escritura como la prueba más certera de sinceridad, como en el segundo capítulo de esta epístola en los versículos 3-5: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él”. Cristo mismo mientras estaba en la tierra nos dio esta característica certera de amor a Él: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Juan 14:21).
2. El segundo efecto del verdadero amor a Dios es que este hace que los mandamientos de Dios no nos parezcan gravosos. Hay una enorme diferencia entre la obediencia parcial de los hombres hipócritas y malvados, y la obediencia sincera de los que verdaderamente aman a Dios. El primero percibe su deber como una dura tarea de esclavitud que él es conducido a realizar por las punzadas de su consciencia y las aterradoras amenazas de la ley, como algo que es directamente contrario a su naturaleza. Él actúa como alguien fuera de su ambiente.
Pero el otro se dispone sinceramente a realizarlo como aquello a lo cual su tendencia natural lo inclina: es lo que prefiere y en lo cual se deleita, está vivo y activo en su cometido, está listo para ello como alguien que ha sido enseñado por Dios, es el asunto en que más se deleita, no lo hace de manera extraña e incómoda como el malvado sino como alguien que se halla respirando en un aire apropiado para su naturaleza. Es este último efecto del verdadero amor a Dios en el que hemos decidido insistir en este momento y hablar de la doctrina que está implícita en las palabras.
Doctrina.
El verdadero amor a Dios hace que los deberes que Él requiere de nosotros sean fáciles y agradables.
No hay necesidad de dar ninguna descripción particular del verdadero amor a Dios, pues esta es la intención misma del texto, se hace en la doctrina, y es también nuestro objetivo en este discurso: describir el verdadero amor de Dios por los efectos de este a partir de los cuales es mejor conocido. Por tanto, explicaremos la doctrina con los siguientes tres métodos:
i. ¿Por qué el amor de Dios hace el deber fácil y placentero?
ii. Mostrar cómo los deberes particulares que Dios exige se hacen fáciles y placenteros por este.
iii. Cuáles son esos placeres que alguien que verdaderamente ama a Dios experimenta en la ejecución de su deber.
i. ¿Por qué el amor a Dios hace el deber fácil y placentero? Es por estas cinco razones:
Primero. Mortifica esa única cosa que hace el deber difícil, esto es, nuestra depravación y enemistad natural contra Dios. Lo que Dios requiere de nosotros no tiene ningún tipo de dificultad en sí, sino que es perfectamente fácil. Si no fuera por nuestra enemistad natural contra Dios y nuestra aversión a la santidad, todas las leyes de Dios serían cumplidas tan fácilmente como el sol brilla o como un río se desliza entre sus orillas, con la misma facilidad con que respiramos cuando estamos durmiendo tranquilos.
Ciertamente deberíamos ser activos, vigorosos y animados, y así son los rayos del sol; pero se trataría solo de esa actividad que sería totalmente natural para nosotros. Ahora ciertamente tenemos que esforzarnos, pero ¿para qué nos esforzamos? Para luchar contra nuestras corrupciones, y eso es todo, pero luego no deberíamos tener ninguna corrupción que combatir.
Dios no exige de nosotros nada que, en sí mismo, implique ningún dolor o esfuerzo. Solo que vengamos y tomemos del agua de vida libremente; solo que estemos dispuestos —dispuestos de corazón— a ser hechos verdaderamente felices con una felicidad santa y celestial, simplemente que nos levantemos y abramos las puertas de nuestras almas a Jesucristo. Este es el resumen de todo lo que se requiere de nosotros; esto es lo que parece tan extremadamente difícil para el hombre natural; es lo que millones evitan hacer y en cambio van al infierno. No que haya la más mínima dificultad real en estas cosas en sí mismas: no más dificultad que lo que implica para un mendigo, cuando se le ofrece un tesoro, extender su mano para tomarlo; pero, aun así, si este mendigo tuviera una gran enemistad y odio contra el dador podría alegar que es extremadamente difícil—con tanta razón como el hombre natural que alega la dificultad de la religión.
Pero el amor a Dios elimina este obstáculo, pues con toda seguridad el amor a Dios y el odio a Dios no pueden ser predominantes en el mismo corazón. Cristo Jesús en la regeneración le da un golpe tal al cuerpo de pecado, o la enemistad contra Dios, que este nunca se recupera, sino que permanece tendido muriendo progresivamente hasta que finalmente expira.
Hay sin duda residuos de corrupción en los mejores mientras estén en este tabernáculo, pero el principio contrario predomina y en consecuencia el placer que un hombre piadoso experimenta debe predominar y ser mayor que la dificultad.
Segundo. El que verdaderamente ama a Dios recibe la fuerza de Cristo que lo capacita con la facilidad y el placer para realizar su deber. Tan débiles somos, especialmente desde la caída, que no podemos hacer nada por nuestra propia fuerza sin la fuerza de Jesucristo. Estaríamos lejos de correr la carrera cristiana y luchar la batalla cristiana con facilidad y placer, si no fuera por la fuerza que Él proporciona. Cristo los lleva de la mano, y esa es la razón por la que corren con tal deleite; mientras que, si Él los abandonara, ellos en lugar de correr caerían inmediatamente y quedarían indefensos en el suelo como un niño débil.
Tercero. La tercera razón por la cual el amor de Dios hace el deber fácil y placentero es porque, al obedecer los mandamientos de Dios, ellos hacen lo que es agradable a Aquel a quien aman. Todo el placer del amor consiste en complacer a la persona amada. La naturaleza del amor es despertar y suscitar un deseo intenso de complacer, y ciertamente tiene que ser un gran placer el obtener la satisfacción de deseos intensos. Ahora, el amor de Dios hace que aquellos en cuyo corazón está implantado deseen agradar a Dios más intensamente que cualquier otra cosa en el mundo, hace que ellos aprovechen sinceramente las oportunidades de complacerlo y reflexionen dulcemente cuando saben que lo han agradado.
El amor hace que todas las dificultades desaparezcan y los montes se allanen cuando se interponen en el camino de agradar y disfrutar a la persona amada. Por eso el amor que Jacob tenía por Raquel hizo que los siete años que sirvió por ella le parecieran como pocos días (Génesis 29:20); de modo que el amor gratuito de Dios hace que la mortificación y la abnegación parezcan fáciles y placenteras cuando se interponen en el camino del deber, de complacer a Dios y disfrutar de Él.
Cuarto. Porque así promueven el honor de Dios. El amor necesariamente hace que deseemos el honor de aquellos a quienes amamos y nos deleitemos en honrarlos y nos gocemos cuando son honrados, especialmente cuando nosotros mismos somos el medio.
Quinto. La quinta y última razón por la cual el amor a Dios hace el deber fácil y placentero es porque así ellos se vuelven como Dios. Este es otro efecto del amor, hace que el amante se deleite en ver las perfecciones de la persona amada imitadas en sí mismo y en sus propias acciones, y en especial el amor a Dios es de esta naturaleza. El alma, a la cual se le ha hecho un descubrimiento de las glorias de Dios y se halla embelesada por ello, es transformada en la misma imagen de gloria en gloria, de modo que puede ver la imagen de esas amadas bellezas y excelencias reflejada en sí misma. Esto tiene que ser muy agradable para el alma santificada y tiene que hacerla deleitarse en actuar santamente, así como Él actúa, y en conformar su vida a la Palabra de Dios y Sus santos mandamientos que son una transcripción de la santidad de la naturaleza de Dios, y de nuevo en transcribir esta transcripción a su propio corazón y de su corazón a su vida. Así pues, hemos dado las razones por las cuales el amor de Dios hace el deber fácil y placentero. A continuación, procedemos a mostrar cómo.
ii. En segundo lugar, mostrar cómo los deberes particulares requeridos por Dios son fáciles para aquellos que aman a Dios. Aquí no podemos detenernos para insistir en todos los distintos deberes del cristianismo, pero:
Primero. Los deberes internos que Dios requiere son fáciles y placenteros para aquellos que aman a Dios. Pues el amor a Dios es una fuente de la cual fluyen todos los demás deberes internos y gracias, y cuando esta gracia es obtenida, todas las demás —arrepentimiento, resignación y humillación, esperanza, caridad, etc., y el ejercicio de estas en meditación— le seguirán natural y fácilmente.
Cuán agradable tiene que ser una fe viva que eleve nuestras mentes por encima de la tierra y lleve el alma a una preciosa perspectiva de los gloriosos misterios y maravillas del mundo celestial; nos da una perspectiva, o más bien es en sí una perspectiva, de las glorias del gran Creador de todas las cosas, las bellezas de Su encantador Hijo, y una visión de las glorias de la Jerusalén celestial. Es como ese alto monte en Apocalipsis desde el cual el ángel le mostró al apóstol Juan esa gran ciudad, la Jerusalén santa, que descendía de Dios desde el cielo, que tenía la gloria de Dios y Su luz como una piedra preciosa, como piedra de jaspe clara como el cristal. Cuán placentero debe ser aquello que hace que las glorias del cielo estén en alguna medida presentes, ya que la fe es la sustancia de las cosas que no se ven.
Cuán fácil tiene que ser estar resignado a la voluntad de Dios. Este deber nos libra de cualquier tipo de intranquilidad: el significado de la resignación es estar libre de intranquilidad, al comprender la bondad de Dios y a partir de ello esperar fielmente; y por ende todos los deberes internos de amor, resignación, fe, esperanza, caridad, etc., no son más que fáciles, tranquilos, serenos, placenteros, y felices.
Incluso los deberes de arrepentimiento y mortificación, como lo expresa cierto autor, son todo un Canaán.
Segundo. Los deberes externos de la religión se hacen fáciles y placenteros por el verdadero amor a Dios. Los deberes hacia Dios, tales como la oración, cantar alabanzas a Dios, escuchar la Palabra y cosas similares, son su deleite. Cuánto odia el hombre impío venir a la presencia de Dios, especialmente en secreto, orar en el armario, que es un gran deber del cristiano; con cuán poco gusto y placer escucha la Palabra de Dios, y ¿cuándo le escucharemos hablar de cosas celestiales? Pero es completamente lo contrario para aquel que ama a Dios; nunca está tan complacido como cuando su corazón se ocupa de tales deberes.
También se deleita en deberes que le conciernen más inmediatamente a él mismo: en actos externos de dominio propio, paciencia, negarse a sí mismo; así como también aquellos concernientes a su prójimo, tales como la justicia, el afecto fraternal, la caridad, la humildad y condescendencia, la beneficencia y la hospitalidad. Se deleita en seguir el ejemplo de Jesucristo y llevar Su yugo sobre sí, el cual es fácil, y Su carga la cual es ligera.
iii. Ahora, en tercer lugar, vamos a mostrar cuáles son los tipos particulares de placer que aquellos que aman a Dios experimentan al cumplir su deber. Aquí vamos a hablar solo de placeres espirituales, aunque incluso los placeres temporales que pueden ser disfrutados en una vida piadosa son mayores que los de una vida de maldad. Cuando todos los placeres pecaminosos son destruidos y eliminados, los placeres legítimos que quedan dan un disfrute de la vida más dulce que todos los placeres de aquellos que se entregan a las sensaciones y el gozo de estas.
El yugo de Satanás es un yugo de hierro, terriblemente cruel. Los tormentos de la maldad, incluso en esta vida, son mucho mayores que los placeres de la misma, y sobrepasan enormemente la mortificación del cortar una mano derecha y sacar un ojo derecho, que el evangelio requiere de nosotros; pero, sin embargo, las cosas temporales son consideradas como pérdida y basura en comparación con la excelencia de Cristo Jesús y los placeres espirituales que ellos experimentan, de los cuales hablaré ahora. Estos placeres son muy diversos y también grandes en extremo, pero están todos implícitos bajo estas tres categorías: paz de consciencia, los placeres de la comunión con Dios, y una alegre esperanza de gloria.
Primero. Aquel que ama a Dios en el camino de Sus mandamientos experimenta una consciencia en paz por la aprehensión del perdón de sus pecados y la imputación de la justicia de Cristo. La mente de un hombre malvado es atormentada amargamente, incluso en esta vida, por las acusaciones de su consciencia; él viaja con dolor todos sus días, con un sonido aterrador en sus oídos. Pero aquel que ama a Dios escucha a la misma persona que con Su poder absoluto detuvo los vientos y el mar clamando: “Calma, sosiégate”, que le comunica paz a su alma. De modo que esa alma que antes estaba como el mar en tempestad, arrojando continuamente cieno y lodo, ahora está llena de una tranquilidad divina y una calma celestial y serenidad, está llena de la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, lo cual nunca experimentan los hombres malvados, ni puede ser concebido por nadie excepto aquellos que lo experimentan.
Segundo. Alguien que verdaderamente ama a Dios experimenta los placeres de la comunión con Dios. Este es el más alto placer que una criatura puede disfrutar. Los ángeles no tienen un tipo de placer más excelso que este, y si Dios creara una clase de seres mil veces más perfectos que ellos, no serían capaces de ningún tipo mejor de placer; pues ¿qué puede ser más deleitoso que conversar con el excelente y glorioso Creador de todas las cosas, expresarle amor y recibir expresiones de amor del gran Jehová? Pero aquellos que aman a Dios experimentan placeres como estos. El Todopoderoso condesciende a mantener correspondencia e interacción con aquellos que le aman. Ellos sienten dulcemente las influencias celestiales de Su Espíritu Santo descendiendo sobre ellos como refrescantes rayos del sol y como una brisa de viento que hace fluir sus perfumes, los cuales llenan sus almas, el jardín de Cristo, con una fragancia dulce, dulce para ellos y dulce para Dios mismo.
Tercero. Aquel que tiene verdadero amor por Dios experimenta en el cumplimiento de su deber una esperanza gozosa de la gloria eterna, ese sentimiento de una consciencia tranquila, y los placeres de asociarse con el Rey de Reyes. Las experiencias disfrutadas aquí solo son algunos anticipos en este desierto seco y estéril de aquellos frutos que crecen en abundancia y plenitud en el Canaán celestial que ellos esperan: lo que tienen aquí son como promesas de lo que está por venir.
Dios aquí solamente les da una probada de lo que pueden esperar que Él y Su misericordia les otorgará. Dios en algunas temporadas los llama por así decirlo a subir a la montaña, Abarim, para contemplar y tener una perspectiva distante de la buena tierra a la cual están viajando.
Aplicación.
I. En consecuencia, aprendemos el gran error en que incurren aquellos que juzgan la religión como algo excesivamente difícil, incómodo y melancólico. Muchas personas aceptan la idea de que la religión es una cosa demasiado difícil y dura: si alguna vez abrazan la religión, no deben esperar ver más días buenos, deben contar con que vivirán tristes y apesadumbrados por el resto de sus días.
Pero estos son solo aquellos que nunca han experimentado la religión. Ciertamente no son aptos para juzgar la religión quienes no conocen nada de esta, que son absolutos extraños a ella, que obtienen sus juicios al azar, sin ninguna razón o experiencia. Todos los que han conocido la religión han encontrado que los placeres de esta son mayores y mejores que cualquier deleite sensual. Ellos ciertamente son los jueces adecuados que han probado ambos, y ninguno jamás ha declarado lo contrario sino solo aquellos que han probado solamente un tipo. Nadie ha acusado nunca a la religión de ser amarga excepto aquellos que nunca la han probado.
La razón por la cual piensan que los preceptos de la religión son duros y excesivamente pesados es porque encuentran en sí mismos una gran oposición y aversión a esta; es directamente contraria a su pecado y corrupción; pero si el amor a Dios, el principio contrario, llegara a ser infundido en sus almas por el Espíritu de Dios, la corrupción de ellos será mortificada y con ello cesará la dificultad.
Una razón por la cual se juzga a la religión de melancolía es porque no tiene una tendencia a suscitar la risa, sino más bien a eliminarla; pero ese no es un argumento contra lo placentero de la religión, pues el placer que la risa produce nunca es grande, solo es ostentoso y externo. Esto lo sabe todo el mundo por experiencia. Incluso el máximo tipo de placeres mundanos en sí no producen risa. Los placeres de la religión lo elevan a uno por encima de la risa y tienden a hacer que el rostro resplandezca en lugar de enroscarse en una mueca. De hecho, los placeres de la religión en su punto más alto hacen que haya una dulce e inexpresable sonrisa en el semblante, y la razón por la cual la religión no siempre conlleva tal sonrisa es porque tenemos tantos pecados de los cuales lamentarnos y entristecernos, pero el arrepentimiento en sí es acompañado por el placer como señalamos antes.
II. Uso de prueba. Esta doctrina nos permite y nos dirige a examinar y probar nuestro estado. Si siempre el efecto del amor a Dios es que Sus mandamientos no son gravosos, entonces para saber si amamos a Dios o no, tenemos que examinar si los mandamientos de Dios son placenteros o gravosos para nosotros. ¿Abordamos la religión como una tarea dura o como nuestro deleite y placer? ¿La corrupción ha sido tan mortificada en nosotros que podemos obedecer los mandamientos de Dios con placer? Cristo dijo que Su comida era hacer la voluntad de Su Padre. Es nuestra comida también, si tenemos verdadero amor a Dios en nuestros corazones. Cada uno debe preguntarse a sí mismo en qué encuentra mayor deleite, o qué prefiere, ¿los placeres de la religión o algún tipo de placer sensual? Porque si preferimos cualquier cosa, ya sea comer o beber, o las posesiones terrenales, o conversar con amigos, o cualquier otra cosa más que la religión, la comunión, oración, meditación santa, leer o escuchar la Palabra de Dios, no tenemos el amor a Dios en nuestros corazones. Por lo tanto, que cada uno sea crítico al examinarse a sí mismo en este asunto.
¿Es fácil y placentero para ti cumplir los mandamientos de Dios porque de ese modo haces lo que es agradable a Él? ¿Es tu deleite hacer lo que Dios ha ordenado porque de ese modo lo honras, actúas como Él y eres conformado a Él?
Si verdaderamente experimentas estas cosas en ti, ciertamente el amor a Dios es perfeccionado; pero si no, estás en hiel de amargura y en prisión de maldad.
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