“Mientras callé, se envejecieron mis huesos
En mi gemir todo el día.
Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano;
Se volvió mi verdor en sequedales de verano. Selah” Salmos 32:3-4
Cuando un cristiano peca, siente la mano poderosa y disciplinadora del Espíritu Santo, quien habita dentro de él; por tanto, comienza a experimentar una agonía mortal dentro de su alma, resulta así contristado por tal ofensa.
Antes, cuando no estaba unido a Cristo, aunque carecía de paz, no sufría tal muerte al pecar; todo lo contrario, se sentía satisfecho y hasta vencedor al haberlo hecho. No aborrecía su mal, ni le producía amargura.
Esa agonía que experimenta ahora aumenta y solo llega a su fin cuando la persona se arrepiente de veras. Pero como el arrepentimiento es una obra del Espíritu Santo, Él según su voluntad y para el bien del cristiano, hace que esa agonía no solo aumente, sino que puede hacer que se prolongue, como aconteció con David, quién solo hasta más o menos un año después de haber pecado con Betsabé, y cuando fue exhortado por Natán, pudo experimentar la gracia del arrepentimiento para encontrar paz. (2 Sm. 11 y 12; Sal. 51 y 32)
- ♦ -